MEMORIAS DE CASI UN DÍA
19-20 ENERO 2008
Salgo a las 7:00 h de casa. Algunos bancos de niebla por el camino.
A las 10 h estoy a las puertas del cementerio de Villacañas. Había ido escuchando un disco de tangos de Gardel que tanto gustaban a papá. Reparé especialmente en uno de ellos, “Lejana tierra mía”, por lo que rememora mis orígenes. La modulación a la tonalidad menor dejan el alma indefensa frente al sentimiento, la nostalgia y el recuerdo.
Hora y media de faena intentando remendar con “barrecha” (arena y cemento) los agujeros del pie de la lápida –y de dar explicaciones a los de mantenimiento- Lo que quedó como una chapuza fue la placa de mármol frontal del anillo basal por estar casi vacío por dentro y no tener donde asentar el cemento cola para acoplar la pieza. Otra vez será.
Cuando ya me iba recibí la llamada de mi hermana Nati de que estaba casi llegando y esperé para volver religiosamente al lugar común de nuestro recuerdo más sensible.
Sobre las 12:30 salí para Toledo sin adentrarme en el pueblo a proveerme, como siempre hago, de galletas rayadas, de magdalenas y mantecados; y si es sábado de patatas de Consuegra o de Herencia, que decía mi madre que eran las de más calidad –son tan ruines en esta otra tierra mía-. Como iba en dirección a Mora para coger la autovía de los Viñedos, al pasar por Tembleque paré un momento a buscar la calle Rojo. Tenía una vaga idea de que estaba cercana a la iglesia, así que no me costó dar con ella. Busqué el número 3, pero la vivienda es de construcción nueva; aún así no me decía nada. Al poner mis ojos en el número 7, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aunque vagos también, pero mis recuerdos coinciden con esa vivienda que además mantiene la fachada original en codo –detalle que me orienta-. Allí viví yo un año o dos a comienzos de los 50. Intenté preguntar si habían remodelado la numeración de la calle, pero no acerté con nadie que me pudiera orientar. Tengo presente en la memoria la mudanza de vuelta a Villacañas en un pequeño camión. Tenía 3 años.
Fui directamente al hostal que había reservado: Hostal Centro, al lado y con vistas a Zocodover. Llegué algo agotado –tal vez un enfriamiento en las labores de albañilería- así que tras ducha bien caliente reposé brevemente. Salí a mi primer paseo:
Atravieso Zocodover hacia el rincón donde queda el convento de Sta Fe; está en restauración y tiene la fachada-retablo oculta por el andamiaje. Siempre lo he visto cerrado a cal y canto; no sé cuándo podré visitar la qubba o capilla de Belén, aunque me hago ligera idea conociendo las bóvedas semejantes del Cristo de la Luz. Sigo hacia el Arco de la Sangre; en el arranque del mismo, ya en la calle Cervantes, han situado un bronce del escritor de la Ilustre fregona en tamaño algo mayor al natural que atrae el instinto de foto en pose tertuliana de casi todos los turistas que por allí recalan. Los mismos que ni siquiera echarán una mirada al convento de La Concepción que hay unos pasos más abajo. Me adentro en el renacentista Palacio de Santa Cruz, testamento del cardenal Mendoza, tras regodearme en la inacabable historia del retablo gótico-plateresco de su fachada, con multitud de seres, escudos, motivos arquitectónicos batallando por ocupar un lugar que defienden de la intrusión. Hay una exposición temporal de escultura de menor tamaño que ocupa las cuatro crujías de ambos pisos del crucero de lo que fue sala de hospital; demasiado espacio para tan breve recuento. El horror vacui de antaño ha dado lugar a un amor vacui muy descarnado. En la remodelación han reubicado el legado artístico que antes se exhibía ocupando casi todas sus paredes. En particular, los cuadros del Greco, las esculturas de Pedro de Mena y escuela y algunas joyitas de culto ocupan ahora un espacio en el primer piso del patio plateresco, escasamente dos salas –eso sí, apenas vigiladas por tres funcionarios que hablaban animosamente-. Tiene al menos la gracia de que hay que subir por los peldaños de la preciosista escalera de Covarrubias. Creía recordar un apostolado entero, pero sólo veo un San Pedro demasiado deslavazado –si es que mi vista no ha sufrido la misma transformación que la del de Candía- Ni siquiera la Asunción me conmueve; hay mucha arquitectura azul para sustentar el breve birriago lacrimoso de la mirada. Cada vez me quedan menos cuadros del Greco que admirar –haylos- pero El Prado hace tiempo que no lo piso. Madrid se va borrando de mi pasado desde que se ausentó la sombra balbuciente de quien me la dio a mí. Doy un paseo por el patio y me entretengo con los restos arqueológicos que estorbarían en otros sitios y han amontonado sin ninguna pretensión muestraria o formativa. Trozos de yeserías con arabescos, restos de tumbas, esculturas mutiladas, placas de enterramientos que hay que ir sorteando para no tropezar. La gracilidad de los arcos del patio con sus intradós finamente decorados y el asomo a la plaza de La Concepción desde un amplio mirador hacen que el paseo merezca la pena. Hacia la Concepción me enderezo; cuántas veces como ahora la encuentro cerrada. Ya no recuerdo su capilla de San Jerónimo que ha tanto visité. El Toledo de paseo encierra innumerables tesoros que como tales están a buen recaudo y que en muy pocas ocasiones se pueden admirar. Alguna vez he viajado en Semana Santa para desentrañar las iglesias de los conventos de monjas abiertos las 24 horas del día para exponer al Santísimo. ¡Cuánto daría por tener un buen enlace en la ciudad! El Gregorio Marañón que me facilitó algunas visitas está muy relegado en el pasado y sería hoy abusivo y excesivo por mi parte invocar aquel “for auld lang syne”. Al fin y al cabo soy un anónimo que se repite un día o dos cada dos años. Por Toledo se anda como por la vida, al intentar hallar las huellas de la última vez ya están desaparecidas. Y el apoyo de Ohnuma -el pintor japonés allí afincado- aún no es firme. Estos japoneses tienen el rostro inexpresivo a fuer de sofocar las emociones. Una antigua pretendida mía –japonesa, cómo no- se quedaba tan insensible ante el envite emocionado del ropaje literario con que le desvestía mi capacidad pasional. Te quedas en ridículo ante alguien que no es de este mundo. Y dicen que el matrimonio de un español con una japonesa todavía podría funcionar bien. ¿Cómo será el de una española con un japonés?
Rodeé las pandas del convento del que fue fundadora la bella portuguesa Beatriz de Silva (me pregunto qué desencantos la llevarían a cambiar la corte por un convento, como también por qué los españoles hemos sufrido históricamente una atracción fatal por las portuguesas). Su aparejo tan dispar, sus amontonados pero ejemplares ábsides, su volumétrica amalgama de gótico y mudéjar me desembarcaron en la puerta de Alcántara con sus recodos y el codo de su entrada. Fotos imposibles de arcos dentro de otros arcos, del puente de ídem saliéndose de un arco de herradura. Y las aguas del Tajo, dispares y jaleosas, espejeando a un Toledo roto en mil añicos. El ojo grande se repite en el agua agigantándose como un enorme óvalo que resume el mundo. Y el agua transcurre desde sus tajamares moderada y espumosa –no queda nada de aquellas “corrientes aguas, puras, cristalinas”- hasta que las trabas constructivas de otros siglos la comprimieron en azud para algún uso de regadío o cauce y hoy sólo queda la verbena central donde el agua se concentra voraginosa y se hace vocinglera justo casi enfrente de donde San Juan borroneaba en el Carmen desaparecido un papel con entregas como “estando ya mi alma sosegada”. El griterío es tan ensordecedor que hoy día no habría lugar a la inspiración en dicho lugar; también tanto turista le habríamos seguramente cabreado. Toledo, con las facilidades que da un Ave que pone desde Madrid en 20 minutos, se ha convertido en la ciudad sabática más intransitable que yo conozco. Turismo joven que cambia por ocio las pretensiones de arte.. A partir de la puesta del sol las cámaras solo detectan besos de pose en las mesas de los restaurantes. A esas horas debo de ser un bicho más que sospechoso quedándome absorto ante detalles insignificantes La noche joven inunda de coches enloquecidos y disparados calles estrechísimas por donde mi generación pasaría como de puntillas. No hay un aparcamiento libre, ni una plaza de hotel, hostal o pensión si no la has reservado con antelación. La bajante de las murallas que van de Bisagra al Cambrón, según pude constatar en otro viaje anterior, se transforman en un multitudinario botellón que va minando sus piedras milenarias. Y la suciedad y la mala educación imperan por todos los rincones que por quedar al hurto de la vista se convierten en improvisadas letrinas –locum, en latín- Está la calle del Locum (muy galdosiana ella) en la trasera de la catedral porque allí solía estar la ubicación para tales menesteres. Y por allí mismo la calle de Sixto Ramón Parro –un villacañero insigne, acaso el único- Hice en un lejano día una moción a la concejalía de cultura del ayuntamiento de mi pueblo para que hicieran por refrescar más su memoria. Sólo me hicieron caso en lo de colocar la placa de la calle que le honra (estaba desaparecida; ahora ya luce en su sitio, muy cortita la calle, eso sí). Municipalizaba el Psoe, pero se me contestó que había prelación por otro personaje ilustre, un tal fraile no sé quién, franciscano, creo; pero no me constan sus hazañas como no sean las que por el oficio ya conozco. Ramón Parro tuvo la debilidad imperdonable de convertirse en toledano; como otros en valencianos. Y entonces no se llevaba la “peña del ausente”. ¿Me desvío? Decía que iba paseando lenta y meditativamente por calles por que han transitado todas las culturas; cada piedra no sofocada por el asfalto, cada ladrillo, cada torre, cada callejón, cada cuesta... nos podrían hablar de intrigas por dinero, de odios de religión, de recelos de dominio, de sortilegios de pasión, de paces amañadas –lo de la convivencia de las tres culturas no deja de ser una muy benigna interpretación de lo que en realidad debió de ser- de conversiones bidireccionales interesadas (por ello hay el mudéjar y por eso hay el mozárabe). Por cierto, al día siguiente a las 7:00 en punto estaba yo al pie de la iglesia de Sta Eulalia, creía que a esa hora los domingos se celebraba una misa en rito mozárabe. Pero allí estábamos sólo la niebla y yo frente a una puerta cerrada a cal y canto y sin ninguna indicación de ceremonia litúrgica. ¡Algunas guías! Sólo por las calles empedradas transitaban los pasos titubeantes de algún mochuelo vampiresco que se regresaba somnoliento al calor del hogar paterno después de una noche de crápula y borrachera. Santo Domingo el Antiguo exhalaba un sordo rumor de armonio que indicaba que las monjas estaban ya en sus rezos, pero las puertas estaban selladas, como también lo estaban las de la iglesia de Santa Leocadia tan adjunta que ambos monumentos parecen confundirse. La niebla y el eco de pasos me acompañaron hasta mi habitación.
Desde el puente de Alcántara fui caminando por la otra orilla (la del castillo de San Cervantes) en dirección al puente nuevo de entrada rodada hacia Bisagra o hacia la cuesta de los Doce Cantos (las dos posibles direcciones de circunvalación intramuros). Letreros de “Peligro. Desprendimientos” ¿Qué podría yo hacer en caso de que se produjeran? Claro que el mero anuncio exoneraría al municipio de responsabilidad. Descendí hasta la orilla del río. El fragor del agua era allí ensordecedor, pero no me impidió descubrir entre el artilugio de absorción y aceleración del agua dos arcos árabes; uno, de soporte casi cubierto por las aguas; el otro de apertura para una puerta por donde alojar una entrada de agua. Inconfundibles los ladrillos de formato y cocción original del bajo medioevo. Alguna pareja perdida en edad de tortolear pasaba ajena a mi emoción. Del otro lado del puente y a ambos lados del río, los arranques del acueducto romano –impresiona a qué altura sorteaba el río- y justo debajo, lo que queda del artilugio de Juanelo. Remonto hacia la puerta de Alcántara para cerrar circularmente mi divagación y paso bajo la placa del recuerdo de la noche triste del alma. Si la ventana desde la que se deslizó San Juan es la inmediata superior y no se despeñó... hubo de ser una buena pieza este Juan Escapista. Desando mi camino, esta vez de remontada por empinados peldaños y cuestas hasta el hotel. Me noto más cansado de lo común para el ejercicio hecho. Me tomo un breve reposo y otra ducha bien caliente. El trabajo de alarife de la mañana sin posibilidad de ducharme y el consiguiente enfriamiento, una mañana fría y húmeda, van haciendo mella casi imperceptible en mi debilidad. Mañana tendré que abandonar antes de tiempo.
En mi segunda salida –esta, nocturna- me dedico a captar detalles: llamadores de puertas, rejas de ventanas y ventanales, miradores, decoración, luces y sombras, asomos de la torre de la catedral desde cualquier rincón, jóvenes de botellón por doquier, jovencitas con un pedo de salida que, apenas iniciada la noche, ya confunden una calle en cuesta con una escalera. Mi recorrido por la plaza de la Merced, bajo el casino de ametrallada fachada ahora con andamiaje, el corral de Don Diego (la corrala es actualmente medio terraza de hotel, medio muladar en ruinas), pero el arco de entrada sigue ahí aguantando los embates de coches que entran y salen, de golpes de aparcamiento en sus columnas y mostrando la gracia sencilla de su arco con dos grutescos decapitados que fueron objeto de mi atención mantenida mientras a mi lado pasaban jovencitas exuberantes de piernas y pechos potenciados por los embustes de la moda; movimientos sensuales de artificio, lenguajes de coña con más énfasis en la forma que en el contenido (horror silentii). Esta generación no puede soportar el silencio y oculta su vanidad con todos los lenguajes imaginables del ruido: móviles, tubos de escape, músicas, voceríos, sartas de sílabas que camuflan unos mensajes vacuos, y el logro del placer inmediato como eje de su felicidad. No quiero entretenerme en pensar lo que yo parecería a esta canalla: un viejo impertinente y amargado que transita como un fantasma de una leyenda becqueriana “triste, cansado, pensativo y solo”, la cuádruple adjetivación de la soledad desde que Machado la recreara; sólo que en mi caso el cansado permutaría por “callado”. No hay nada que irrite más a la generación actual como un hombre callado. Una nota característica es su incapacidad de silencio. Subí y bajé las calles colindantes a la catedral buscando esa ventana por donde pudiera asomarse esa rostro invisible de las leyendas, ese susurro imperceptible de los desaparecidos, ese transcurrir de tantos anónimos y de la historia y del arte que la han modelado dejando una huella que aún nos muestra su presencia. Vago en pos de Galiana, de la Cava, de la judía de padre avaro, de la Guiomar de Garcilaso, de doña Inés de Vargas, de la Celestina, de Beatriz de Silva, y de las pacientes hijas de familias nobles a las que daban como holocausto a la religión.. que recorrieron estas tortuosas calles o se retrajeron en sus inescrutables retretes porque todas tenían escondido algún secreto de la vida. Como la misma Toledo cuyas piedras se han derruido y reconstruido miles de veces. Los mismos materiales que hoy conforman sus edificios lo fueron de otros que ya se destruyeron. La piedra, el ladrillo, la columna... siguen ahí indestructibles. La historia cambia, pero el eco de los lamentos con que se construyera perdura por sus calles.
Esta breve y mostrenca visita se cerró a la mañana siguiente –aparte la fracasada misa mozárabe- con el recorrido por la zona de los cigarrales con vistas. Panorámica insaciable de un Toledo que amaneció entre densa niebla. Esa visión global nunca me cansa. Se quedan en la agenda para otro día las anotaciones de lo que había de ver y que no se cumplió, porque Toledo no se agota nunca en las visitas. Volveré para seguir ese paseo por el cauce del río desde el puente de Alcántara hasta el torreón de la Cava y para seguir leyendo en los grutescos de su columnario y portadas las “Codornices” y “Jueves” de otras épocas y adivinando entre las celosías y rejerías y miradores de sus calles esas conversaciones y halagos “soto voce” que socavaban las honestidades más intransigentes. En contra de lo que hoy puedan insinuarnos las vísperas sabatinas, en Toledo no hay prisa.
19-20 ENERO 2008
Salgo a las 7:00 h de casa. Algunos bancos de niebla por el camino.
A las 10 h estoy a las puertas del cementerio de Villacañas. Había ido escuchando un disco de tangos de Gardel que tanto gustaban a papá. Reparé especialmente en uno de ellos, “Lejana tierra mía”, por lo que rememora mis orígenes. La modulación a la tonalidad menor dejan el alma indefensa frente al sentimiento, la nostalgia y el recuerdo.
Hora y media de faena intentando remendar con “barrecha” (arena y cemento) los agujeros del pie de la lápida –y de dar explicaciones a los de mantenimiento- Lo que quedó como una chapuza fue la placa de mármol frontal del anillo basal por estar casi vacío por dentro y no tener donde asentar el cemento cola para acoplar la pieza. Otra vez será.
Cuando ya me iba recibí la llamada de mi hermana Nati de que estaba casi llegando y esperé para volver religiosamente al lugar común de nuestro recuerdo más sensible.
Sobre las 12:30 salí para Toledo sin adentrarme en el pueblo a proveerme, como siempre hago, de galletas rayadas, de magdalenas y mantecados; y si es sábado de patatas de Consuegra o de Herencia, que decía mi madre que eran las de más calidad –son tan ruines en esta otra tierra mía-. Como iba en dirección a Mora para coger la autovía de los Viñedos, al pasar por Tembleque paré un momento a buscar la calle Rojo. Tenía una vaga idea de que estaba cercana a la iglesia, así que no me costó dar con ella. Busqué el número 3, pero la vivienda es de construcción nueva; aún así no me decía nada. Al poner mis ojos en el número 7, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aunque vagos también, pero mis recuerdos coinciden con esa vivienda que además mantiene la fachada original en codo –detalle que me orienta-. Allí viví yo un año o dos a comienzos de los 50. Intenté preguntar si habían remodelado la numeración de la calle, pero no acerté con nadie que me pudiera orientar. Tengo presente en la memoria la mudanza de vuelta a Villacañas en un pequeño camión. Tenía 3 años.
Fui directamente al hostal que había reservado: Hostal Centro, al lado y con vistas a Zocodover. Llegué algo agotado –tal vez un enfriamiento en las labores de albañilería- así que tras ducha bien caliente reposé brevemente. Salí a mi primer paseo:
Atravieso Zocodover hacia el rincón donde queda el convento de Sta Fe; está en restauración y tiene la fachada-retablo oculta por el andamiaje. Siempre lo he visto cerrado a cal y canto; no sé cuándo podré visitar la qubba o capilla de Belén, aunque me hago ligera idea conociendo las bóvedas semejantes del Cristo de la Luz. Sigo hacia el Arco de la Sangre; en el arranque del mismo, ya en la calle Cervantes, han situado un bronce del escritor de la Ilustre fregona en tamaño algo mayor al natural que atrae el instinto de foto en pose tertuliana de casi todos los turistas que por allí recalan. Los mismos que ni siquiera echarán una mirada al convento de La Concepción que hay unos pasos más abajo. Me adentro en el renacentista Palacio de Santa Cruz, testamento del cardenal Mendoza, tras regodearme en la inacabable historia del retablo gótico-plateresco de su fachada, con multitud de seres, escudos, motivos arquitectónicos batallando por ocupar un lugar que defienden de la intrusión. Hay una exposición temporal de escultura de menor tamaño que ocupa las cuatro crujías de ambos pisos del crucero de lo que fue sala de hospital; demasiado espacio para tan breve recuento. El horror vacui de antaño ha dado lugar a un amor vacui muy descarnado. En la remodelación han reubicado el legado artístico que antes se exhibía ocupando casi todas sus paredes. En particular, los cuadros del Greco, las esculturas de Pedro de Mena y escuela y algunas joyitas de culto ocupan ahora un espacio en el primer piso del patio plateresco, escasamente dos salas –eso sí, apenas vigiladas por tres funcionarios que hablaban animosamente-. Tiene al menos la gracia de que hay que subir por los peldaños de la preciosista escalera de Covarrubias. Creía recordar un apostolado entero, pero sólo veo un San Pedro demasiado deslavazado –si es que mi vista no ha sufrido la misma transformación que la del de Candía- Ni siquiera la Asunción me conmueve; hay mucha arquitectura azul para sustentar el breve birriago lacrimoso de la mirada. Cada vez me quedan menos cuadros del Greco que admirar –haylos- pero El Prado hace tiempo que no lo piso. Madrid se va borrando de mi pasado desde que se ausentó la sombra balbuciente de quien me la dio a mí. Doy un paseo por el patio y me entretengo con los restos arqueológicos que estorbarían en otros sitios y han amontonado sin ninguna pretensión muestraria o formativa. Trozos de yeserías con arabescos, restos de tumbas, esculturas mutiladas, placas de enterramientos que hay que ir sorteando para no tropezar. La gracilidad de los arcos del patio con sus intradós finamente decorados y el asomo a la plaza de La Concepción desde un amplio mirador hacen que el paseo merezca la pena. Hacia la Concepción me enderezo; cuántas veces como ahora la encuentro cerrada. Ya no recuerdo su capilla de San Jerónimo que ha tanto visité. El Toledo de paseo encierra innumerables tesoros que como tales están a buen recaudo y que en muy pocas ocasiones se pueden admirar. Alguna vez he viajado en Semana Santa para desentrañar las iglesias de los conventos de monjas abiertos las 24 horas del día para exponer al Santísimo. ¡Cuánto daría por tener un buen enlace en la ciudad! El Gregorio Marañón que me facilitó algunas visitas está muy relegado en el pasado y sería hoy abusivo y excesivo por mi parte invocar aquel “for auld lang syne”. Al fin y al cabo soy un anónimo que se repite un día o dos cada dos años. Por Toledo se anda como por la vida, al intentar hallar las huellas de la última vez ya están desaparecidas. Y el apoyo de Ohnuma -el pintor japonés allí afincado- aún no es firme. Estos japoneses tienen el rostro inexpresivo a fuer de sofocar las emociones. Una antigua pretendida mía –japonesa, cómo no- se quedaba tan insensible ante el envite emocionado del ropaje literario con que le desvestía mi capacidad pasional. Te quedas en ridículo ante alguien que no es de este mundo. Y dicen que el matrimonio de un español con una japonesa todavía podría funcionar bien. ¿Cómo será el de una española con un japonés?
Rodeé las pandas del convento del que fue fundadora la bella portuguesa Beatriz de Silva (me pregunto qué desencantos la llevarían a cambiar la corte por un convento, como también por qué los españoles hemos sufrido históricamente una atracción fatal por las portuguesas). Su aparejo tan dispar, sus amontonados pero ejemplares ábsides, su volumétrica amalgama de gótico y mudéjar me desembarcaron en la puerta de Alcántara con sus recodos y el codo de su entrada. Fotos imposibles de arcos dentro de otros arcos, del puente de ídem saliéndose de un arco de herradura. Y las aguas del Tajo, dispares y jaleosas, espejeando a un Toledo roto en mil añicos. El ojo grande se repite en el agua agigantándose como un enorme óvalo que resume el mundo. Y el agua transcurre desde sus tajamares moderada y espumosa –no queda nada de aquellas “corrientes aguas, puras, cristalinas”- hasta que las trabas constructivas de otros siglos la comprimieron en azud para algún uso de regadío o cauce y hoy sólo queda la verbena central donde el agua se concentra voraginosa y se hace vocinglera justo casi enfrente de donde San Juan borroneaba en el Carmen desaparecido un papel con entregas como “estando ya mi alma sosegada”. El griterío es tan ensordecedor que hoy día no habría lugar a la inspiración en dicho lugar; también tanto turista le habríamos seguramente cabreado. Toledo, con las facilidades que da un Ave que pone desde Madrid en 20 minutos, se ha convertido en la ciudad sabática más intransitable que yo conozco. Turismo joven que cambia por ocio las pretensiones de arte.. A partir de la puesta del sol las cámaras solo detectan besos de pose en las mesas de los restaurantes. A esas horas debo de ser un bicho más que sospechoso quedándome absorto ante detalles insignificantes La noche joven inunda de coches enloquecidos y disparados calles estrechísimas por donde mi generación pasaría como de puntillas. No hay un aparcamiento libre, ni una plaza de hotel, hostal o pensión si no la has reservado con antelación. La bajante de las murallas que van de Bisagra al Cambrón, según pude constatar en otro viaje anterior, se transforman en un multitudinario botellón que va minando sus piedras milenarias. Y la suciedad y la mala educación imperan por todos los rincones que por quedar al hurto de la vista se convierten en improvisadas letrinas –locum, en latín- Está la calle del Locum (muy galdosiana ella) en la trasera de la catedral porque allí solía estar la ubicación para tales menesteres. Y por allí mismo la calle de Sixto Ramón Parro –un villacañero insigne, acaso el único- Hice en un lejano día una moción a la concejalía de cultura del ayuntamiento de mi pueblo para que hicieran por refrescar más su memoria. Sólo me hicieron caso en lo de colocar la placa de la calle que le honra (estaba desaparecida; ahora ya luce en su sitio, muy cortita la calle, eso sí). Municipalizaba el Psoe, pero se me contestó que había prelación por otro personaje ilustre, un tal fraile no sé quién, franciscano, creo; pero no me constan sus hazañas como no sean las que por el oficio ya conozco. Ramón Parro tuvo la debilidad imperdonable de convertirse en toledano; como otros en valencianos. Y entonces no se llevaba la “peña del ausente”. ¿Me desvío? Decía que iba paseando lenta y meditativamente por calles por que han transitado todas las culturas; cada piedra no sofocada por el asfalto, cada ladrillo, cada torre, cada callejón, cada cuesta... nos podrían hablar de intrigas por dinero, de odios de religión, de recelos de dominio, de sortilegios de pasión, de paces amañadas –lo de la convivencia de las tres culturas no deja de ser una muy benigna interpretación de lo que en realidad debió de ser- de conversiones bidireccionales interesadas (por ello hay el mudéjar y por eso hay el mozárabe). Por cierto, al día siguiente a las 7:00 en punto estaba yo al pie de la iglesia de Sta Eulalia, creía que a esa hora los domingos se celebraba una misa en rito mozárabe. Pero allí estábamos sólo la niebla y yo frente a una puerta cerrada a cal y canto y sin ninguna indicación de ceremonia litúrgica. ¡Algunas guías! Sólo por las calles empedradas transitaban los pasos titubeantes de algún mochuelo vampiresco que se regresaba somnoliento al calor del hogar paterno después de una noche de crápula y borrachera. Santo Domingo el Antiguo exhalaba un sordo rumor de armonio que indicaba que las monjas estaban ya en sus rezos, pero las puertas estaban selladas, como también lo estaban las de la iglesia de Santa Leocadia tan adjunta que ambos monumentos parecen confundirse. La niebla y el eco de pasos me acompañaron hasta mi habitación.
Desde el puente de Alcántara fui caminando por la otra orilla (la del castillo de San Cervantes) en dirección al puente nuevo de entrada rodada hacia Bisagra o hacia la cuesta de los Doce Cantos (las dos posibles direcciones de circunvalación intramuros). Letreros de “Peligro. Desprendimientos” ¿Qué podría yo hacer en caso de que se produjeran? Claro que el mero anuncio exoneraría al municipio de responsabilidad. Descendí hasta la orilla del río. El fragor del agua era allí ensordecedor, pero no me impidió descubrir entre el artilugio de absorción y aceleración del agua dos arcos árabes; uno, de soporte casi cubierto por las aguas; el otro de apertura para una puerta por donde alojar una entrada de agua. Inconfundibles los ladrillos de formato y cocción original del bajo medioevo. Alguna pareja perdida en edad de tortolear pasaba ajena a mi emoción. Del otro lado del puente y a ambos lados del río, los arranques del acueducto romano –impresiona a qué altura sorteaba el río- y justo debajo, lo que queda del artilugio de Juanelo. Remonto hacia la puerta de Alcántara para cerrar circularmente mi divagación y paso bajo la placa del recuerdo de la noche triste del alma. Si la ventana desde la que se deslizó San Juan es la inmediata superior y no se despeñó... hubo de ser una buena pieza este Juan Escapista. Desando mi camino, esta vez de remontada por empinados peldaños y cuestas hasta el hotel. Me noto más cansado de lo común para el ejercicio hecho. Me tomo un breve reposo y otra ducha bien caliente. El trabajo de alarife de la mañana sin posibilidad de ducharme y el consiguiente enfriamiento, una mañana fría y húmeda, van haciendo mella casi imperceptible en mi debilidad. Mañana tendré que abandonar antes de tiempo.
En mi segunda salida –esta, nocturna- me dedico a captar detalles: llamadores de puertas, rejas de ventanas y ventanales, miradores, decoración, luces y sombras, asomos de la torre de la catedral desde cualquier rincón, jóvenes de botellón por doquier, jovencitas con un pedo de salida que, apenas iniciada la noche, ya confunden una calle en cuesta con una escalera. Mi recorrido por la plaza de la Merced, bajo el casino de ametrallada fachada ahora con andamiaje, el corral de Don Diego (la corrala es actualmente medio terraza de hotel, medio muladar en ruinas), pero el arco de entrada sigue ahí aguantando los embates de coches que entran y salen, de golpes de aparcamiento en sus columnas y mostrando la gracia sencilla de su arco con dos grutescos decapitados que fueron objeto de mi atención mantenida mientras a mi lado pasaban jovencitas exuberantes de piernas y pechos potenciados por los embustes de la moda; movimientos sensuales de artificio, lenguajes de coña con más énfasis en la forma que en el contenido (horror silentii). Esta generación no puede soportar el silencio y oculta su vanidad con todos los lenguajes imaginables del ruido: móviles, tubos de escape, músicas, voceríos, sartas de sílabas que camuflan unos mensajes vacuos, y el logro del placer inmediato como eje de su felicidad. No quiero entretenerme en pensar lo que yo parecería a esta canalla: un viejo impertinente y amargado que transita como un fantasma de una leyenda becqueriana “triste, cansado, pensativo y solo”, la cuádruple adjetivación de la soledad desde que Machado la recreara; sólo que en mi caso el cansado permutaría por “callado”. No hay nada que irrite más a la generación actual como un hombre callado. Una nota característica es su incapacidad de silencio. Subí y bajé las calles colindantes a la catedral buscando esa ventana por donde pudiera asomarse esa rostro invisible de las leyendas, ese susurro imperceptible de los desaparecidos, ese transcurrir de tantos anónimos y de la historia y del arte que la han modelado dejando una huella que aún nos muestra su presencia. Vago en pos de Galiana, de la Cava, de la judía de padre avaro, de la Guiomar de Garcilaso, de doña Inés de Vargas, de la Celestina, de Beatriz de Silva, y de las pacientes hijas de familias nobles a las que daban como holocausto a la religión.. que recorrieron estas tortuosas calles o se retrajeron en sus inescrutables retretes porque todas tenían escondido algún secreto de la vida. Como la misma Toledo cuyas piedras se han derruido y reconstruido miles de veces. Los mismos materiales que hoy conforman sus edificios lo fueron de otros que ya se destruyeron. La piedra, el ladrillo, la columna... siguen ahí indestructibles. La historia cambia, pero el eco de los lamentos con que se construyera perdura por sus calles.
Esta breve y mostrenca visita se cerró a la mañana siguiente –aparte la fracasada misa mozárabe- con el recorrido por la zona de los cigarrales con vistas. Panorámica insaciable de un Toledo que amaneció entre densa niebla. Esa visión global nunca me cansa. Se quedan en la agenda para otro día las anotaciones de lo que había de ver y que no se cumplió, porque Toledo no se agota nunca en las visitas. Volveré para seguir ese paseo por el cauce del río desde el puente de Alcántara hasta el torreón de la Cava y para seguir leyendo en los grutescos de su columnario y portadas las “Codornices” y “Jueves” de otras épocas y adivinando entre las celosías y rejerías y miradores de sus calles esas conversaciones y halagos “soto voce” que socavaban las honestidades más intransigentes. En contra de lo que hoy puedan insinuarnos las vísperas sabatinas, en Toledo no hay prisa.