MARTES 28 JUL 09
El día había sido glorioso: en barco del puerto de Fira a Athinios Limani (el puerto principal de Santorini; puerto se dice en griego “limani”). De aquí una vuelta por la caldera. Primero el cráter de Nea Kameni, luego los “hot springs” de Palia Kameni. Luego, Thirassia, el muro perdido en el mar de la gran caldera. Por fin, Oia (pronúnciese Ía), el lugar privilegiado de las Cícladas para ver puestas de sol. Dejé el barco en el puertecito de pescadores en la base de su inmenso acantilado donde aparece el pueblo como nieve de invierno colgado cual nido de buitre en su alta pared. Para salvar el desnivel no queda más remedio que ascender sus 700 escalones tratando de esquivar al mulerío que baja y sube con turistas a lomos. Eran las 17:45 horas cuando ya en Oia me dediqué a preguntar si había alguna ruta que fuera cresteando hasta Fira para hacerlo a pie. Casi nadie se aventuraba a decir la posibilidad de una ruta. Por fin, saliendo de Oia por la calle más occidental di con un descampado y acertó a pasar por allí una furgoneta. El conductor sí sabía de dicha ruta que me indicó pero avisándome de no iniciarla a estas horas (eran ya las 18:00) pues se podía echar la noche encima y la visibilidad del camino es nula. Aún así lo intenté. Tenía por delante 10 kilómetros de sube y baja, al compás del propio acantilado o paredón de toda esta parte norte de la isla. Fue un acierto iniciarlo. Empecé ascendiendo hasta un monte culminado por una iglesia ortodoxa (te las puedes encontrar por doquier y las hay a cientos; a lo largo del camino me topé con una docena). El recorrido está en su mayor parte delimitado por unos muros de piedra y su firme es a base de empedrado o de tierra pisada. Hacer por las cumbres el paseo de la hoz que parte desde el cabo Mauropetra al norte hasta el cabo Troulos a la altura de Imerovigli es un regalo excepcional que completa de arriba abajo la visión de la isla que se tiene de abajo arriba cuando se arriba en barco desde Naxos dejando pasmados y expectantes en cubierta a la totalidad del pasaje del barco; las tierras oscuras de antiguas lavas volcánicas, las hierbas aromáticas, sobre todo orégano –allí casi todo en el monte lo es- los lagartos solazándose al sol de la arena negra, las siemprevivas, las pandas blancas de sus ermitas, sus cúpulas azules; ver el mar a derecha e izquierda en el estrechamiento del norte de la isla como una cola de dragón serpenteante y durmiente, contemplar el tráfico no muy abundante pero caótico que transcurre por la carretera, cruzarse con los últimos romeros que hacen la ruta inversa a la mía y que ya van llegando a Oia, dejarse cegar por los colores blanco y pastel de las calles y las casas. A veces el camino se convierte en una escalera. La vista casi siempre a la derecha adonde está el verdadero espectáculo. Pasar por pueblecitos blancos y poco habitados: Finikia, Imerovigli (donde tuve que proveerme de agua en un mikro-market, pues se me había terminado) y desde allí hasta Firostefani y Fira un arriate interminable de chalets de lujo y urbanizaciones de más categoría para el privilegio de los que pueden permitirse las vistas de la caldera y del sol atardeciendo el mar de un azul intenso y puro. Algún que otro paseante de perros (afganos y razas dignas). Alguna que otra chica en forma haciendo footing. En solitario casi toda la ruta. Ruta fácil, por cierto, que se hace a un ritmo más lento de lo normal por lo espectacular del trayecto. Muchas simas se abren a plomo sobre el desnivel al mar casi a pie del camino. La entrada en Fira por la calle alta donde se concentra el turista para ver la puesta del sol. Atravesar la ciudad de norte a sur para salir a la carretera que lleva a Karterados donde está el hotel. Una refrescante ducha para volver a Fira a disfrutar de la vida nocturna y de su tráfico de tendeantes y el desfile de sus esculturales figurines (ellos y ellas) con una capa más de sol bronceando sus pieles brillantes. La luna sustituye al sol y lanza su mirada lánguida sobre las lucecitas de las calles abalconadas que parecen desplomarse sobre un mar sin fondo mientras desde los restaurantes con vistas las parejas silencian sus diálogos para dejarse invadir por el silencio y el misterio de todo el entorno. Uno la experiencia de estos atardeceres mágicos a otros como en Jerusalem desde el memorial del Holocausto (Yad Vashem or Hill of Remembrance) o desde Einkerem; en Bergen desde la colina de Floyen. Atardecer en Toledo desde el cigarral de Menores; atardecer desde cala Pi en el mar de Mallorca o atardecer en la Calderona desde el mirador de mi casa. El sol como óbolo que se aloja en la hucha del horizonte; el sol que se compenetra con el paisaje arcilloso como una pátina de oro. Sol, tierra, mar y aire -jugando a inventar los "arjai" de mi mundo.
Se dice como tópico de Santorini que en ella hay más vino que agua, más acémilas que personas y más iglesias que casas. Yo también advertí que en las islas griegas no hay tejas. Las únicas que hallé fueron las de la techumbre de la iglesia Hekatontapyliani (la de las cien puertas) de Parikia. Me gustaría saber si Homero alguna vez las nombra en su obra. La terraza es la exclusiva cubierta de las casas y a veces la bóveda de cañón encalada de blanco por fuera, a la postre una rememoración del barco -auténtico hogar del griego antiguo- . Pero hay viento y mar y el eco lejano de los navegantes que como Ulises y los 10 Argonautas añoran el agua como singladura. Su patria es el mar y no la tierra. Hoy ante tanto alquitrán occidental se desesperarían hasta poder como antaño y a la vista de los océanos gritar de entusiasmo: "Thalassa, thalassa".
Duele ver estos días toda la zona circundante de Atenas calcinada por las llamas que han amenazado también Marathon -un enclave único de la proeza humana hacia su libertad- y quién sabe si a este paso también la excelsa acrópolis. Las llamas pueden degenerar en un ciclópeo desastre cultural. Sería lamentable. Nos quedaría el único refugio del mar. Allí no hay incendios. Los pueblos mediterráneos no somos un buen garante de custodia de legados culturales. Nuestra sangre es demasiado caliente y necesita de pulsiones más acaloradas para incendiarse y comenzar a rodar, a defender, a luchar. España, Italia, Grecia somos veneros de luchas civiles más que mantenedores de cultura. Y es una pena que habiendo sido en torno nuestro donde se han dado los más altos designios de cultura y humanización, no poseamos la misma energía para defenderla del paso del tiempo. Somos principalmente museos de ruinas. El Prado, la gran excepción, ¿por cuánto tiempo se librará aún de algún cortocircuito, bomba atómica o atentado terrorista? Espero que nos colonicen pronto seres de otra galaxia y puedan congelar en una burbuja la poca sensatez que aún nos queda.
El día había sido glorioso: en barco del puerto de Fira a Athinios Limani (el puerto principal de Santorini; puerto se dice en griego “limani”). De aquí una vuelta por la caldera. Primero el cráter de Nea Kameni, luego los “hot springs” de Palia Kameni. Luego, Thirassia, el muro perdido en el mar de la gran caldera. Por fin, Oia (pronúnciese Ía), el lugar privilegiado de las Cícladas para ver puestas de sol. Dejé el barco en el puertecito de pescadores en la base de su inmenso acantilado donde aparece el pueblo como nieve de invierno colgado cual nido de buitre en su alta pared. Para salvar el desnivel no queda más remedio que ascender sus 700 escalones tratando de esquivar al mulerío que baja y sube con turistas a lomos. Eran las 17:45 horas cuando ya en Oia me dediqué a preguntar si había alguna ruta que fuera cresteando hasta Fira para hacerlo a pie. Casi nadie se aventuraba a decir la posibilidad de una ruta. Por fin, saliendo de Oia por la calle más occidental di con un descampado y acertó a pasar por allí una furgoneta. El conductor sí sabía de dicha ruta que me indicó pero avisándome de no iniciarla a estas horas (eran ya las 18:00) pues se podía echar la noche encima y la visibilidad del camino es nula. Aún así lo intenté. Tenía por delante 10 kilómetros de sube y baja, al compás del propio acantilado o paredón de toda esta parte norte de la isla. Fue un acierto iniciarlo. Empecé ascendiendo hasta un monte culminado por una iglesia ortodoxa (te las puedes encontrar por doquier y las hay a cientos; a lo largo del camino me topé con una docena). El recorrido está en su mayor parte delimitado por unos muros de piedra y su firme es a base de empedrado o de tierra pisada. Hacer por las cumbres el paseo de la hoz que parte desde el cabo Mauropetra al norte hasta el cabo Troulos a la altura de Imerovigli es un regalo excepcional que completa de arriba abajo la visión de la isla que se tiene de abajo arriba cuando se arriba en barco desde Naxos dejando pasmados y expectantes en cubierta a la totalidad del pasaje del barco; las tierras oscuras de antiguas lavas volcánicas, las hierbas aromáticas, sobre todo orégano –allí casi todo en el monte lo es- los lagartos solazándose al sol de la arena negra, las siemprevivas, las pandas blancas de sus ermitas, sus cúpulas azules; ver el mar a derecha e izquierda en el estrechamiento del norte de la isla como una cola de dragón serpenteante y durmiente, contemplar el tráfico no muy abundante pero caótico que transcurre por la carretera, cruzarse con los últimos romeros que hacen la ruta inversa a la mía y que ya van llegando a Oia, dejarse cegar por los colores blanco y pastel de las calles y las casas. A veces el camino se convierte en una escalera. La vista casi siempre a la derecha adonde está el verdadero espectáculo. Pasar por pueblecitos blancos y poco habitados: Finikia, Imerovigli (donde tuve que proveerme de agua en un mikro-market, pues se me había terminado) y desde allí hasta Firostefani y Fira un arriate interminable de chalets de lujo y urbanizaciones de más categoría para el privilegio de los que pueden permitirse las vistas de la caldera y del sol atardeciendo el mar de un azul intenso y puro. Algún que otro paseante de perros (afganos y razas dignas). Alguna que otra chica en forma haciendo footing. En solitario casi toda la ruta. Ruta fácil, por cierto, que se hace a un ritmo más lento de lo normal por lo espectacular del trayecto. Muchas simas se abren a plomo sobre el desnivel al mar casi a pie del camino. La entrada en Fira por la calle alta donde se concentra el turista para ver la puesta del sol. Atravesar la ciudad de norte a sur para salir a la carretera que lleva a Karterados donde está el hotel. Una refrescante ducha para volver a Fira a disfrutar de la vida nocturna y de su tráfico de tendeantes y el desfile de sus esculturales figurines (ellos y ellas) con una capa más de sol bronceando sus pieles brillantes. La luna sustituye al sol y lanza su mirada lánguida sobre las lucecitas de las calles abalconadas que parecen desplomarse sobre un mar sin fondo mientras desde los restaurantes con vistas las parejas silencian sus diálogos para dejarse invadir por el silencio y el misterio de todo el entorno. Uno la experiencia de estos atardeceres mágicos a otros como en Jerusalem desde el memorial del Holocausto (Yad Vashem or Hill of Remembrance) o desde Einkerem; en Bergen desde la colina de Floyen. Atardecer en Toledo desde el cigarral de Menores; atardecer desde cala Pi en el mar de Mallorca o atardecer en la Calderona desde el mirador de mi casa. El sol como óbolo que se aloja en la hucha del horizonte; el sol que se compenetra con el paisaje arcilloso como una pátina de oro. Sol, tierra, mar y aire -jugando a inventar los "arjai" de mi mundo.
Se dice como tópico de Santorini que en ella hay más vino que agua, más acémilas que personas y más iglesias que casas. Yo también advertí que en las islas griegas no hay tejas. Las únicas que hallé fueron las de la techumbre de la iglesia Hekatontapyliani (la de las cien puertas) de Parikia. Me gustaría saber si Homero alguna vez las nombra en su obra. La terraza es la exclusiva cubierta de las casas y a veces la bóveda de cañón encalada de blanco por fuera, a la postre una rememoración del barco -auténtico hogar del griego antiguo- . Pero hay viento y mar y el eco lejano de los navegantes que como Ulises y los 10 Argonautas añoran el agua como singladura. Su patria es el mar y no la tierra. Hoy ante tanto alquitrán occidental se desesperarían hasta poder como antaño y a la vista de los océanos gritar de entusiasmo: "Thalassa, thalassa".
Duele ver estos días toda la zona circundante de Atenas calcinada por las llamas que han amenazado también Marathon -un enclave único de la proeza humana hacia su libertad- y quién sabe si a este paso también la excelsa acrópolis. Las llamas pueden degenerar en un ciclópeo desastre cultural. Sería lamentable. Nos quedaría el único refugio del mar. Allí no hay incendios. Los pueblos mediterráneos no somos un buen garante de custodia de legados culturales. Nuestra sangre es demasiado caliente y necesita de pulsiones más acaloradas para incendiarse y comenzar a rodar, a defender, a luchar. España, Italia, Grecia somos veneros de luchas civiles más que mantenedores de cultura. Y es una pena que habiendo sido en torno nuestro donde se han dado los más altos designios de cultura y humanización, no poseamos la misma energía para defenderla del paso del tiempo. Somos principalmente museos de ruinas. El Prado, la gran excepción, ¿por cuánto tiempo se librará aún de algún cortocircuito, bomba atómica o atentado terrorista? Espero que nos colonicen pronto seres de otra galaxia y puedan congelar en una burbuja la poca sensatez que aún nos queda.