Thursday, August 20, 2009

CAVE DEAM. LOS ANTIGUOS DIOSES AÚN SE VENGAN

DELOS, la isla donde no se nace ni se muere; la isla de las ofrendas, de los tesoros, del comercio y de la religión griega. Donde Júpiter ocultó el fruto de sus amores adúlteros con Leta. La cuna de Apolo y Artemisa. La llegada a la isla da sensación de tranquilidad y paz. En el mar aún no hiere el meltmen que se levantará en breve y azotará el Egeo durante una semana. Detrás de su puertecito se ven esparcidos a lo largo de la costa los restos de la antigua Delos donde inicialmente estuvieron los templos de ambos dioses, la palmera que los vio nacer y la galería de los repuestos leones estilizados, más asirios que micénicos, que solo necesitan bostezar más que rugir para mantener a los peregrinos a raya. En el centro de la isla, más allá del actual museo, el monte Cinto (Cintos se llamó también la isla en un tiempo). Se distingue claramente la senda escalonada que asciende a su cima. Hace un día de calor sofocante. Después de la visita turística de rigor, de leer los apuntes de las guías, de visitar su no muy refrescante museo -allí al menos no azota el sol de justicia- y de sonreír a algún que otro falo que, como en Pompeya, da noticia del ejercicio de una de las pocas juergas que entonces se podían permitir los humanos y la pasión por excelencia de los dioses -por encima de la bélica-, me decido a ascender a su única altura, el monte Cinto, de apenas 113 metros. El excesivo calor hace proferir alguna que otra injuria; pienso entonces que por qué no volver dicha ofensa contra una divinidad del lugar. Lo propio. Entonces blasfemo "me c* en Artemisa". Apenas había acabado de proferirlo casi me trago el escalón que estaba en esos momentos iniciando; me hubiera dejado los dientes allí. En la bajada perdí mi codiciado gorro con bolsillito, que me resguardaba de la furia de Apolo. Tal vez volado por el ímpetu de su soplo aniquilador. Oh, dioses, perdonad los improperios de este atrevido humano que os creía bien dormidos en la vorágine de la historia. La furia que arrasó Troya aún persiste; y no hay mayor ofensa para un dios griego que el que se le desconsidere. Pienso en Ulises; su órdago a Poseidón le supuso un destierro de diez años de su patria y de los abrazos de su excelsa mujer Penélope (aunque bien sustituidos por los abrazos abrasivos de Circe). A la vuelta a Mykonos temí que mi barco también se fuera a perder en las procelosas y espumosas aguas egeas y me viera privado de mi patria y mi familia por otros diez años. Arriba del monte Cinto el viento soplaba con rigor y era casi imposible mantener la posición; a sus pies la calma era absoluta. A solo cien metros de vuelo los dioses ya hacen alarde de su poderío. Todo el monte estaba sembrado de fitas de piedrecitas con que los abstrusos turistas intentan eternizar su paso por la isla. Me abstuve por no dar más motivos a Artemisa para su furia. Y por no ser un necio turista más.